lunes, 8 de julio de 2013

Muerte sin resurrección (1os capítulos): Cap. DIEZ


MARTES SANTO
Capítulo Diez

Emma entró en la empresa cuando apenas había transcurrido una hora desde el momento en que Sebas colgó el teléfono. Llegó con dos agendas en la mano y una gran sonrisa en la cara. Exquisitamente perfumada y elegantemente vestida. El discreto tacón de sus zapatos se combinaba a la perfección con una elegante gabardina negra que, a su vez, hacía presuponer que la falda que cubría no podía ser demasiado larga. Resultaría imposible no fijarse en ella.

Se dirigió directamente al despacho en donde estaba Sebas. No le dio tiempo a llamar a la puerta, él la vio desde el otro lado del cristal y le hizo una seña para que entrara.

—Buenos días, señorita...

—Pérez, Emma Pérez. ¿No le ha hablado Jaime de mí?

—Pues no. Pero también he de reconocer que hace meses que no lo veo, prácticamente desde el día en que firmamos el seguro de la empresa.

—Sí, he estado revisando su seguro en la oficina pero, como le dije por teléfono, quiero comprobar si todos los datos son correctos para poder hacerle una buena oferta. ¿Me puede enseñar la maquinaria de valor que tiene en la empresa? —preguntó Emma al tiempo que se desprendía de la gabardina, dejando a la vista un ceñido y corto vestido que resaltaba de manera especial su menuda figura.

Sebas afirmó con la cabeza, echó un vistazo nervioso a su mesa, luego otro a la mujer y finalmente dijo intentando aparentar seguridad:

—Vamos.

En menos de un minuto, los dos estaban recorriendo las instalaciones. Emma apuntando en una de las agendas medidas, potencias, etc., y Sebas intentando ejercer de perfecto anfitrión:

—El reciclaje es el futuro. Entre todos, nos estamos cargando el planeta —dijo en un tono transcendental, casi pedante.

Ella lo seguía, asentía con la cabeza y dejaba entrever un gran interés en lo que el hombre le explicaba. De vez en cuando, preguntaba algo.

—¿Y su empresa solo se dedica a reciclar?

—Sí. Aunque, en realidad, no llegamos a completar el proceso. Nosotros solo trituramos materiales como paso previo al reciclaje, porque después cada material requiere un tratamiento distinto.

—Me parece un trabajo apasionante —exclamó Emma—. Me imagino que una persona se puede sentir completamente realizada desarrollando un trabajo así, sabiendo que aporta un granito de arena en la conservación del medio ambiente —concluyó mirando al hombre con ojos de admiración.

Sebas no quiso decir nada, pero en su cara se dibujó una expresión de satisfacción. En el fondo, hasta aquel momento nunca se le había ocurrido pensar que su trabajo pudiera ser tan interesante. Pensó que, para él, siempre había sido una actividad vulgar: triturar materiales de desecho porque las demás empresas no contaban con la maquinaria necesaria. Pero, en todo caso, si aquella mujer se empeñaba en decir que su trabajo era apasionante, no sería él quien le contradijera.

—¿Tiene usted hijos? —preguntó Emma luego.

—No. Mi mujer y yo solo llevamos dos años casados y... digamos que, por el momento, nos gusta disfrutar de la vida.

—Sí. Se le nota enamorado.

La satisfecha cara de Sebas cambió durante un instante, rompiéndose la animada conversación que estaban manteniendo hasta ese momento. No es que tuviera interés en Emma, y mucho menos que alguna vez se le hubiese pasado por la cabeza serle infiel a María, pero aquel comentario no era exactamente el que más le habría gustado escuchar de su boca. De manera inconsciente, se quedó pensativo: ¿llevaría una especie de cartel imaginario colgado de su cuello que pusiera estoy enamorado así que, aunque te guste, yo no seré capaz de fijarme en ti?

—¿Exactamente cuántos empleados tiene? —le devolvió a la realidad de repente Emma.

—Tres —respondió de forma automática—. Aquí recibimos todo tipo de materiales y, como le he dicho, los trituramos como preparación previa a su reciclaje. Esa es la trituradora —señaló hacia una gran máquina que presidía todo el recinto—, y esta es la nave de preparación —indicó hacia el lado contrario—, porque si los materiales nos llegan en piezas muy grandes, antes los acondicionamos. En resumen, nosotros vamos a recogerlos a domicilio, los trituramos y luego los entregamos donde nos encarguen, tenemos camiones para ello. Prestamos lo que se podría definir como un servicio integral —concluyó parándose delante de la nave de preparación, en donde estaban sus tres empleados en ese momento.

Emma echó un vistazo en círculo a la estancia desde la puerta, convirtiéndose en ese momento en el centro de las indiscretas miradas de los otros hombres. Sebas la rodeó con su brazo por los hombros y se la llevó de vuelta al centro de la fábrica, sin que llegasen a entrar en la nave.

—Y somos la única empresa de Ourense que se dedica a esto —siguió hablando él, intentando disimular la situación—. Por eso tenemos siempre tanto trabajo.

La mujer parecía no perder detalle de lo que estaba viendo, intentando captar todos los datos que fuera capaz, aunque en realidad ya hacía un rato que había dejado de escribir en su agenda.

—¿Solo tienen una trituradora? —preguntó.

—Sí —Sebas pareció ofenderse—. Es la más cara del mercado. Hace un año que abrimos y necesitamos solicitar dos créditos, uno de ellos solo para poder comprar la trituradora. Suerte que mis suegros nos avalaron. De otro modo, esta empresa nunca se hubiera podido poner en marcha.

Se dirigió hacia la máquina con un orgullo que pretendía hacer contagioso, para que su invitada entendiera la valía de aquel aparato.

—Venga, se la enseñaré.

Ella lo siguió. Subieron por la endeble escalera hacia una especie de andamio situado a la altura de la tolva de la trituradora.

—Desde aquí podemos controlar que todo el proceso es correcto. ¿Ve esas cuchillas? Cuando se ponen en marcha no hay material que se les resista.

Emma se inclinó para mirarlas. Luego comentó:

—Pero parece un aparato peligroso.

—Sí, bueno, hay que tener algo de cuidado. Sobre todo cuando se tratan determinados materiales puede saltar algún trozo. Pero si no se acerca al borde de la tolva, no hay peligro.

—¿Cree usted que una persona salvaría su vida si cayese dentro?

Sebas dejó escapar una gran carcajada. Se sorprendió de la ingenuidad de su acompañante. A decir verdad, él nunca se había llegado a plantear esa posibilidad.

—Si una persona se cayese dentro estando en funcionamiento —empezó a razonar—, y no hubiese nadie cerca de los mandos para activar la parada de emergencia, sin duda, tendría unas consecuencias fatales. Y aun deteniéndola con rapidez —se quedó pensando—, no me gustaría estar en esa situación. Pero, precisamente por eso, nunca la conectamos cuando está una persona sola en la empresa.

—Dios mío, no me atrevo ni a pensarlo —observó Emma compungida, al tiempo que comenzó a bajar por la escalera.

—No, no. El peligro, si lo hay, es que salte alguna muesca desde dentro —razonó con gran seguridad detrás de la mujer—. Caerse dentro es imposible. Habría que subir hasta aquí y tirarse en la tolva adrede. Imposible del todo —concluyó.

Antes de llegar al fondo, Emma se paró y echó una última mirada al andamio. Sebas también se detuvo y respondió con una sonrisa a la curiosidad de la mujer, aunque no llegaron a cruzarse las miradas. Luego, Emma se volvió y los dos siguieron bajando, dirigiéndose a la oficina. Una vez dentro, ella insistió:

—¿Se necesita tener un carnet especial para manipularla?

—¿La trituradora? —preguntó Sebas sorprendido de la insistencia de Emma—. No. Aquí la usamos todos, es muy fácil. Y le digo más, de haber venido un poco más tarde, nos hubiese encontrado trabajando con ella. Es una pena porque, de ese modo, podría comprobar que no es peligrosa en absoluto. Estoy seguro que se quedaría usted mucho más tranquila.

En realidad, no entendía como una máquina tan sofisticada pero en el fondo tan sencilla de manejar podía causar una impresión tan grande a aquella mujer.

—¿Tienen horarios fijos para cada trabajo? —preguntó ella, pensando en lo que Sebas acababa de decir.

—No, qué va —Esta mujer no tiene ni idea de lo que es una empresa, pensó—. Pero hoy es diferente, solo trabajamos por la mañana, por ser Semana Santa. En principio, hasta las tres. Pero si no hay imprevistos, sobre las doce, o quizá algo antes, la conectaremos. Trituramos, cargamos y a la una ya podrán salir a repartir los chicos mientras yo me quedo aquí acabando el trabajo de oficina. De este modo, calculo que a las dos y media ya habrán llegado de vuelta y podremos irnos todos a casa.

—Se ve que es usted muy organizado —dijo la mujer más relajada, esgrimiendo una amplia sonrisa—. Con una persona como usted al frente, no debe de ser difícil conseguir que sea rentable un negocio.

El ego de Sebas se vio altamente alimentado por aquel comentario, aunque pensó que no era un buen momento para exteriorizarlo.

—Imagino que sus empleados estarán encantados —siguió la mujer que, ahora sí, ya parecía totalmente repuesta de su impresión.

—Bueno, yo solo intento que las cosas sean más fáciles en la empresa. ¿Ya tiene todos los datos que necesita?

—Sí, creo que sí —su satisfacción era más que evidente—. Entre los que he tomado y los que ya constan en la oficina, pienso que podré presentarle una gran oferta el día que vuelva.

—Eso sería una buena noticia, sin duda —Sebas también se notaba satisfecho.

—Sí, confíe en mí. Pero le llamaré antes de volver a visitarlo, para no romperle la programación de ese día —dijo sonriendo, mientras se vestía su gabardina.

Sebas también sonrió a modo de despedida. Le acompañó hasta la salida de la empresa y la siguió con la mirada durante un buen rato. Luego volvió a la oficina. Sus empleados estaban a punto de acabar y, en cuanto lo hicieran, empezarían a triturar entre todos.

Por su parte, Emma se alejaba lentamente. Concentrada, con cara seria, y tan solo una agenda en la mano.


Cuatro horas más tarde, Sebas miró de reojo el reloj de su despacho. Marcaba casi las dos. Sus empleados no tardarían en regresar y él, por su parte, ya había acabado el trabajo de administrativo. Incluso había programado el del día siguiente.

En cuanto llegaran todos con las entregas completadas, darían por finalizada la jornada. Mientras esperaba, decidió que sería una buena idea escribirle un SMS a María. Un detalle romántico siempre favorece una convivencia cariñosa, pensó. Probablemente ella ya hubiese llegado a casa, y él esperaba no tardar en hacerlo también.

Abrió el cristal del despacho, se sirvió el último café de la mañana y, recostándose en la silla, comenzó a escribir con una sonrisa en la cara: «Hola cariño. ¿Cómo está mi niña? ¿Ya has llegado? Yo seguramente hoy salgo pronto, así que he pensado que, si preparas la bañera, antes de comer podríam...». No acabó de escribir la palabra. Al otro lado del cristal, una sombra se movió por delante de sus ojos e, instintivamente, él levantó la mirada.

—¡Hola, Emma! —exclamó.

—Hola, ¿está solo? —preguntó ella—. Qué silencio.

—Sí. Aunque no creo que tarden en volver los chicos. Pero bueno, me temo que he cometido un error muy tonto: cuando se fueron no les advertí de que en cuanto llegasen los tres, ya nos iríamos para casa. Así que no me extrañaría que alguno decida hacer tiempo para no llegar de vuelta mucho antes de las tres y así ahorrarse el tener que empezar con otro encargo —explicó riéndose—. Pero dígame, ¿qué le trae por aquí?

—Verá, he llegado a la oficina y me he dado cuenta de que no tenía una de las agendas que siempre llevo conmigo. Como es vital para mi trabajo, intenté recordar todos mis pasos de esta mañana y estoy completamente segura de que solo me la he podido dejar olvidada aquí.

—Pues yo no he encontrado nada —pareció excusarse él, mientras miraba sobre su mesa—. Pero bueno, podemos buscarla, tengo tiempo —propuso.

Una tímida sonrisa de Emma bastó para hacerle entender que esa era justo la invitación que estaba esperando oír. Sebas tampoco se hizo de rogar. Dejó el móvil en la mesa, se levantó de la silla y salió de la oficina. Fuera, pudo comprobar que la falda de Emma se había acortado aún más y los pequeños tacones de primera hora de la mañana ahora habían dejado paso a unas cómodas zapatillas de deporte.

—Recordé que me había dicho que no saldrían hasta las tres y no dudé en venir de nuevo hasta aquí —apuntó la mujer cuando se acercaba él.

—Buena memoria. Y usted, ¿aún está trabajando a esta hora?

—No —contestó Emma con cara maliciosa—. Esta visita es personal.

Sebas no supo cómo entender aquella frase pero, en el fondo, no le desagradaba el tono que acababa de emplear la chica. Pensó que siempre resultaba estimulante sentirse halagado por una mujer así. Y mucho más, durante una visita sorpresa.

—Y dígame, ¿tiene usted alguna idea de en qué momento se le pudo quedar olvidada?

—No, la verdad.

—Recuerdo que no llegamos a entrar en la sala de preparación —intentó ayudar Sebas.

—Sí, de eso sí me acuerdo. Pero en donde estuvimos fue ahí arriba —dijo ella señalando el andamio.

—¿Cree que se le pudo quedar ahí?

—Es posible —contestó, encogiéndose de hombros—. Pero no se preocupe, ya subo yo.

La mujer no esperó respuesta y se dirigió hacia las escaleras, bajo la mirada atenta de Sebas. En el primer peldaño, se volvió y dijo:

—¿Por qué no conecta la trituradora un momento, mientras miro allí arriba? Así, de paso, podré ver cómo funciona.

—¿No se suponía que le parecía peligrosa? —replicó sorprendido, aunque en el fondo le encantaba la curiosidad que demostraba aquella mujer.

—Sí, pero usted dijo que si la viese funcionando, me convencería de que no lo era.

No hizo falta que ella insistiese. Él se dio la vuelta y, en un momento, los rodillos de la máquina comenzaron a desperezarse delante de la mirada de Emma, que ya había llegado arriba. Se apoyó con aparente entusiasmo en el borde y contempló el interior de la tolva durante unos instantes. Luego miró a Sebas, que permanecía junto a los mandos, expectante. En apenas un segundo, volvió a dirigir su mirada al interior de la máquina, pero esta vez el entusiasmo se transformó en sorpresa, en mucha sorpresa.

Llamó la atención de Sebas desde arriba y le hizo una seña para que subiera. Él obedeció. Cuando llegó junto a ella, Emma le señaló el fondo de la tolva.

—¿Qué es eso que está ahí? —preguntó.

El hombre miró hacia el centro, sin entender qué estaba pasando.

—No veo nada anormal —dijo.

—Sí, debajo de los rodillos.

Sebas se acercó hacia delante y trató de localizar aquello que tanto sorprendía a Emma.

—No veo nada. Está todo normal —insistió él.

—Sí, ahí—también insistió ella—. Eso negro. Dios mío, parece... —dijo refugiándose detrás del hombre.

Ante la insistencia de la mujer, Sebas decidió inclinarse sobre la tolva, que le llegaba un poco más abajo de la cintura, apoyándose con una mano en el borde. Estando él en esa posición, en menos de un segundo, Emma se agachó a su espalda, le agarró con decisión los pies y lo empujó hacia delante. Lo hizo con todas sus fuerzas, como si en ello le fuera su propia vida.

—Hasta nunca.

Sebas gritó, miró hacia Emma aturdido, alzó su mano como un náufrago desde el fondo de la tolva, notando como cada una de las cuchillas se clavaba en su carne engulléndolo poco a poco y sin remedio. Entonces, por un momento, el sonido de la máquina se hizo más opaco, apenas durante un leve instante. Unos segundos después, la trituradora recuperó su sonido habitual, sin mayor esfuerzo.

En cuanto esto pasó y ya nada se veía en la tolva, Emma bajó por la escalera y se paró frente al visualizador de la máquina, cuidando de evitar el charco de sangre que empezaba a extenderse por el suelo con rapidez. Allí colocó cuidadosamente una pelota de golf, perfectamente en equilibrio. Luego se encaminó lentamente hacia la salida, sin mirar atrás.

Antes de abandonar aquel lugar, entró una última vez al despacho de Sebas y alzó ligeramente un lateral del sillón de invitados, el mismo sobre el que horas antes había dejado su gabardina. Alargó su mano hacia abajo y recogió su agenda perdida. Nadie la hubiera visto en muchos días.



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